Hay dos maneras de defender la vida: desde afuera o desde adentro. Los seres que deciden quedarse quietos porque la comida llega hasta ellos, prefieren defenderse desde afuera y así se arman de un caparazón.
A veces las circunstancias obligan a estos bichos a ponerse en movimiento, y entonces su traslado se convierte en un penoso arrastrarse llevando a cuestas la cruz del caparazón que los defiende.
Es la historia de los caracoles y tantos otros bichos sin esqueleto, que han dedicado toda su capacidad de vida poniéndose a elaborar una costra para defenderse.
En cambio, los animales a quienes ha seducido el movimiento, prefieren correr el riesgo de vivir sin defensas y dedicaron toda su capacidad de vida a la construcción de un esqueleto. Algo que les diera firmeza por dentro y a la vez les permitiera exponer su piel al roce, al dolor y a la intemperie.
Es curioso, pero los bichos con caparazón parecieran ser más resistentes. Por todas partes uno se encuentra con antiguos caparazones que tienen a veces millones de años.
Y están intactos. Lo único que falta es la vida. La vida ha desaparecido, quizás anulada por la opresión del caparazón calcáreo. Pero el envase se conserva perfectamente.
No podemos negar que como realidad defensiva, el caparazón ha logrado superar el tiempo y resistir todos los ataques exteriores.
Lo único que no logró fue defender la vida.